Reflexiones sobre el Espritu Santo por la Sierva
Reflexiones sobre el Espíritu Santo por la Sierva de Dios Madre Mercedes de Jesús, Monja Concepcionista de Alcázar de San Juan Avance automático
Sólo con un corazón limpio y puro como el de María podremos acoger en nuestro entendimiento la asombrosa revelación de este inefable amor de Dios…
Arrancarnos del pecado es un proceso largo que inicia con inmenso amor el Espíritu Santo hasta lograrlo. Su lenguaje es la santidad, el ejercicio de virtudes.
El Espíritu Santo, por medio de los acontecimientos, golpea nuestro ‘yo’ para descortezarlo y así aparezca la imagen de Jesús en nuestra alma.
Impedir al Espíritu Santo descubrir esta imagen adorable es fracasar de lleno en la santidad, es estorbar su acción, su ‘quehacer’ esencial, del que jamás renuncia a pesar de nuestra dureza y mediocridad.
Es necesario e imprescindible ser almas de oración que aman y buscan el silencio interno y externo, aprendiendo a interiorizar todo acontecimiento con una mirada contemplativa, puestos los ojos y el corazón en la acción del divino Espíritu, para secundarle siempre, teniéndole cariñosamente por compañero y amigo nuestro… amiguísimo de nuestra alma.
Las purificaciones no son siempre iguales. Obedecen siempre a las necesidades del alma y al proceso de santificación que lleva en nosotros el Espíritu, a la misión para que nos destina y al grado de santidad que Él quiere y necesita para cumplir tal misión. Nuestra santificación es obra del Espíritu Santo. Es importante nuestra cooperación o fidelidad. ¡Entrega absoluta a su acción!
Todas nuestras acciones y vida virtuosa junto con nuestra oración al divino Espíritu, tienen que ir encauzadas a desarraigar y dar muerte con más acierto y eficacia a nuestro ‘yo’, que es lo que estorba e impide que aparezca en nuestra alma, mediante la humildad, mansedumbre, bondad, paciencia y caridad, la preciosa y adorable imagen de Jesús que subyace en el fondo de nuestra alma.
Lo primero que hace el Espíritu con las almas que se le entregan es, con su gracia amorosa y una ternura inefable, atraernos hacia Él, hacia ese mundo sobrenatural que es el de la gracia tan lleno de encantos, que enamora y serena todo nuestro ser.
Es algo nuevo, tan dulce y confortador, tan superior a lo que se ha dejado y gustado del mundo, que nos convence y atrae suave y amorosamente impulsándonos a la virtud.
Hay que aprovechar la gracia divina manteniéndonos muy fieles a ella aun en los más pequeños detalles. Nos conviene no dejar nada por hacer, por muy pequeño que nos parezca, pues esta fidelidad es la que nos mantiene en la línea de acción del Espíritu.
Hay que ir encaminando todo el ejercicio de virtudes, todo el fervor y fidelidad a la identificación de sentimientos del Espíritu Santo con nuestra alma, a fin de conseguir mirar los dos en la misma dirección.
¿Quién puede medir el abismo del mar? Pues más inmenso es el amor del Espíritu Santo hacia nosotros y su deseo de santificarnos. Él es la Fuerza del bien, la Fuerza del amor, la Fuerza de la santidad.
Como su naturaleza le impulsa a comunicarnos su amor, su santidad y a hacernos bien, el mayor bien nos lo hace tratando de descubrir en nuestro comportamiento al mismo Hijo de Dios que Él engendró en el seno purísimo de María y de modo distinto en nuestra alma por el Bautismo.
El Espíritu divino sabe que su misión es impulsar la transformación de nuestro egoísmo en el amor puro y limpio de nuestra creación. ¡Tanto bien y tanto mal podemos hacer a la humanidad cuanto nos dejemos modelar por la acción del Espíritu Santo!
Cuando el Espíritu Santo logra retornarnos a la pureza de nuestro Origen, nuestro amor se convierte en expresión del suyo. Y cuando nos dejamos poseer por Él plenamente, su paz, su bondad, su comprensión, la atracción de su Ser divino, la expresará Él a través de nuestra persona.
El espíritu de fe aporta al alma grandes bienes. Nos vincula mucho al Espíritu Santo, porque nos hace vivir su presencia amorosa en todo acontecimiento, que lo mueve o permite Él para santificarnos.
¡Ven, Espíritu divino! Ven a enseñarnos a no llamar ‘vida’ lo que es ‘muerte’: el pecado, el egoísmo. Ven a enseñarnos a no llamar ‘muerte’ lo que es ‘vida’: la participación en la Kénosis de Cristo.
Que es mejor sembrar paz a costa de uno mismo, que discordia. Que es mejor reconocer e impulsar las capacidades de los demás, que las propias. Que es mejor dejarse herir, que ser violentos. Que es mejor aguantarlo todo, creerlo todo, disculparlo todo, que imponer la propia resistencia.
Que quien nos vea pueda decir que, en todo cuanto hacemos, pensamos, deseamos, miramos y amamos, nos alienta el Espíritu Santo, el espíritu de santidad de Cristo Jesús, el que a Él le alentó.
El deseo cuando es auténtico, nos hace ya permanecer en la santidad, y es la disposición que necesita el Espíritu Santificador para potenciar nuestra elección por él, por la santidad. Paguemos con amor al que con amor se nos da, el Espíritu Santo.
- Slides: 21