LITERATURA POLICIAL Policial clsico y negro Prof Ignacio

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LITERATURA POLICIAL Policial clásico y negro Prof. Ignacio Di Tullio

LITERATURA POLICIAL Policial clásico y negro Prof. Ignacio Di Tullio

 • • Edgar Allan Poe (1809 – 1849) Arthur Conan Doyle (1859 –

• • Edgar Allan Poe (1809 – 1849) Arthur Conan Doyle (1859 – 1930) G. K. Chesterton (1874 – 1936) Ernest Hemingway (1899 – 1961) Jorge Luis Borges (1899 – 1986) Adolfo Pérez Zelaschi (1920 – 2005) Eduardo Goligorsky (1931 - )

Edgar Allan Poe (1809 – 1849)

Edgar Allan Poe (1809 – 1849)

 • NIHIL SAPIENTIAE ODIOSIUS ACUMINE NIMIO • (“Nada es para la sabiduría más

• NIHIL SAPIENTIAE ODIOSIUS ACUMINE NIMIO • (“Nada es para la sabiduría más odioso que la excesiva agudeza"). • Chevalier Auguste Dupin • amigo. Narrador. • Ministro D (Danton)

 • “Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después

• “Me hallaba en París en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del Nº 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint. Germain”.

 • Prefecto G. • Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto

• Prefecto G. • Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo.

 • - Si se trata de algo que requiere reflexión observó Dupin, absteniéndose

• - Si se trata de algo que requiere reflexión observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad. • - He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era “raro”, por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de “rarezas”.

 • - Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez

• - Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo. • - ¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas. • - Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.

 • - Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un

• - Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder. • - ¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin. • - Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después de que aquel pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.

 • - Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor

• - Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso. • El prefecto estaba encantado del cant diplomático. • - Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin. • - ¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.

 • - Pero ese dominio -interrumpí- dependería de que el ladrón supiera que

• - Pero ese dominio -interrumpí- dependería de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría. . . ? • - El ladrón -dijo G. . . - es el ministro D. . . , que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista.

 • Pero en ese momento aparece el ministro D. . . Sus ojos

• Pero en ese momento aparece el ministro D. . . Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.

 • - Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo

• - Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón. • - En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.

 • - Hay un juego de adivinación -continuó Dupinque se juega con un

• - Hay un juego de adivinación -continuó Dupinque se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada; el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa.

 • Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan

• Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesiva y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

 • Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

• Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste. • Prosper Jolyot de Crébillon (1674 -1762), dramaturgo francés, cuyas obras Idomeneo y Atreo (1707) resultaron exitosas. Compuso Electra, Radamisto, Jerjes, Semíramis y, la más notable, Zenobia. Sus piezas son truculentas, tenebrosas y de enredada intriga, lo que parece haber sido de interés para Poe.

 • Se trata de una tragedia neoclásica, una de las más famosas del

• Se trata de una tragedia neoclásica, una de las más famosas del autor, es decir, de la época de triunfo de la estética racionalista. Repasemos el mito al que se alude en este par de versos. Atreo y Tiestes son hermanos, hijos de Pélope e Hipodamia; los muchachos se unieron en un propósito malvado: matar a su hermanastro Crisipo, lo que les valió el destierro y la maldición de su padre. Pero si en el comienzo coligaron, el resto de sus vidas fue una cadena de confrontaciones.

 • Se hicieron famosas las venganzas imaginadas y ejecutadas de uno contra otro.

• Se hicieron famosas las venganzas imaginadas y ejecutadas de uno contra otro. Ambos se disputaban el poder de Micenas y pasaron al mito popular como la imagen de la pelea permanente entre dos campeones de la intriga. Uno y otro eran gemelos en inteligencia y recursos. Lo que está sugiriendo Poe en esta cita es el parentesco de Dupin y D. , la fraternidad, la consanguinidad espiritual, entre criminal y detective. Son Atreo y Tiestes. Una vez triunfó uno, ahora triunfa el otro.

Arthur Conan Doyle (1859 – 1930)

Arthur Conan Doyle (1859 – 1930)

 • —Está bromeando. ¿Qué puede deducir de ese viejo sombrero arruinado? • —Aquí

• —Está bromeando. ¿Qué puede deducir de ese viejo sombrero arruinado? • —Aquí tiene mi lupa. Usted conoce mis métodos. Dígame qué puede sacar en limpio acerca de la personalidad del dueño.

 • Tomé el maltratado objeto y desganadamente le di varias vueltas. Era un

• Tomé el maltratado objeto y desganadamente le di varias vueltas. Era un sombrero negro común, redondo, vulgar, compacto y muy usado. El forro debía haber sido de seda roja, pero estaba decolorado. No tenía el nombre del fabricante, aunque como Holmes me había hecho notar, tenía las iniciales "H. B. " garabateadas en un costado. El ala había sido agujereada para colocar una traba, pero el elástico se había perdido. En cuanto al resto, estaba sucio, agrietado y parecía que habían querido emparchar con tinta los lugares desteñidos. • —No veo nada— dije mientras se lo devolvía a mi amigo.

 • —Al contrario, Watson, puede ver todo. Sin embargo, falla cuando razona sobre

• —Al contrario, Watson, puede ver todo. Sin embargo, falla cuando razona sobre lo que ve. Es usted muy tímido para sacar conclusiones

 • Tal vez sea menos sugerente de lo que debiera ser, pero nos

• Tal vez sea menos sugerente de lo que debiera ser, pero nos lleva a algunas conclusiones muy claras y a otras que al menos presentan una fuerte probabilidad. Es obvio que pertenece a un hombre notablemente intelectual, que hace tres años tenía una buena situación económica pero que ahora pasa por una mala época. Era un hombre cuidadoso, pero ya no lo es, y hay señales de un retroceso moral que comenzó con la disminución de su fortuna, y que parece indicar que actúa sobre él alguna influencia nefasta, probablemente la bebida. Esto podría atribuirse al hecho evidente de que la esposa ha dejado de quererlo.

 • —¡Mi querido Holmes! • —Pero todavía conserva cierto grado de respeto por

• —¡Mi querido Holmes! • —Pero todavía conserva cierto grado de respeto por sí mismo— prosiguió sin advertir mi resistencia. Es un hombre de vida sedentaria, sale poco, no está en buen estado físico, es de mediana edad, de cabellos grises recién cortados, y usa fijador. Esos son los hechos más notorios que se pueden deducir de ese sombrero. También sé que es poco probable que tenga instalación de gas en su casa.

 • —Ese sombrero tiene tres años. Por esa época aparecieron las alas planas

• —Ese sombrero tiene tres años. Por esa época aparecieron las alas planas y curvas. Es un sombrero de muy buena calidad. Mire la cinta de seda que lo ribetea, y la categoría del forro. Si hace tres años un hombre pudo comprar este sombrero tan caro y desde entonces no se ha comprado otro, es porque las cosas le empezaron a ir mal. • —Bueno, eso parece bastante claro. ¿Pero cómo sabe que era cuidadoso y que tuvo un descenso moral? • Sherlock Holmes rió.

 • —Por este detalle —dijo señalándome con el índice la presilla del sujeta

• —Por este detalle —dijo señalándome con el índice la presilla del sujeta sombreros— nunca se venden los sombreros con esto. Si el hombre lo encargó especialmente a fin de prevenirse contra el viento, demuestra que era cuidadoso. Pero como podemos ver, se le rompió el elástico y no se molestó en reemplazarlo; es evidente que ya no es tan meticuloso como antes, lo que prueba cierto abandono personal. Por otro lado, ha intentado ocultar con tinta algunas manchas del sombrero, señal de que no ha perdido del todo el respeto por sí mismo.

—Los demás detalles, tales como que es de mediana edad, que su cabello es

—Los demás detalles, tales como que es de mediana edad, que su cabello es gris, que se lo ha cortado recientemente y que usa fijador, se deducen de un atento examen a la parte inferior del forro. La lupa muestra gran número de puntas de cabello prolijamente cortadas por las tijeras de un peluquero. Todas parecen untadas y huelen a fijador. Como puede observar, el polvo que lo recubre no es el arenoso y gris de la calle, sino el pardo y tenue de una casa, lo que revela que la mayor parte del tiempo ha permanecido colgado, mientras que las marcas interiores son una prueba positiva de que el hombre transpira en abundancia, y por lo tanto no puede encontrarse en buen estado físico. • —Pero usted dijo que su esposa ya no lo amaba. • —Hace algunas semanas que nadie cepilla este sombrero. Mi querido Watson, cuando lo vea con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y cuando su esposa le permita que salga de ese modo, sospecharé que ha perdido su cariño. • •

 • —Pero podría haber sido soltero. • —No, él le llevaba el ganso

• —Pero podría haber sido soltero. • —No, él le llevaba el ganso a su mujer como una ofrenda de paz. Recuerde el texto de la tarjeta que el animal tenía en la pata izquierda. • —Tiene una respuesta para todo. ¿Pero cómo diablos deduce que en la casa no hay instalación de gas?

 • —Una o quizás dos gotas de sebo pueden caer encima de alguien

• —Una o quizás dos gotas de sebo pueden caer encima de alguien por casualidad. Cuando se encuentran no menos de cinco, pienso que no hay dudas de que el individuo debe estar en contacto frecuente con una vela encendida, probablemente a la noche, mientras sube las escaleras, con una vela en una mano y el sombrero en la otra. ¿Está satisfecho?

G. K. Chesterton (1874 – 1936)

G. K. Chesterton (1874 – 1936)

“La cruz azul” • Valentín • Flambeau • Padre Brown

“La cruz azul” • Valentín • Flambeau • Padre Brown

 • Respecto a los viajeros que venían en su mismo bote, estaba completamente

• Respecto a los viajeros que venían en su mismo bote, estaba completamente tranquilo. Y la gente que había subido al tren en Harwich o en otras estaciones no pasaba de seis pasajeros. Uno era un empleado del ferrocarril -pequeño él-, que se dirigía al punto terminal de la línea. Dos estaciones más allá habían recogido a tres verduleras lindas y pequeñitas, a una señora viuda -diminuta- que procedía de una pequeña ciudad de Essex, y a un sacerdote católicorromano -muy bajo también- que procedía de un pueblecito de Essex.

 • Al examinar, pues, al último viajero, Valentin renunció a descubrir a su

• Al examinar, pues, al último viajero, Valentin renunció a descubrir a su hombre, y casi se echó a reir: el curita era la esencia misma de aquellos insulsos habitantes de la zona oriental; tenía una cara redonda y roma, como budín de Norfolk; unos ojos tan vacíos como el mar del Norte, y traía varios paquetitos de papel de estraza que no acertaba a juntar. Sin duda el Congreso Eucarístico había sacado de su estancamiento local a muchas criaturas semejantes, tan ciegas e ineptas como topos desenterrados. Valentin era un escéptico del más severo estilo francés, y no sentía amor por el sacerdocio. Pero sí podía sentir compasión, y aquel triste cura bien podía provocar lástima en cualquier alma.

 • Llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le

• Llevaba una sombrilla enorme, usada ya, que a cada rato se le caía. Al parecer, no podía distinguir entre los dos extremos de su billete cuál era el de ida y cuál el de vuelta. A todo el mundo le contaba, con una monstruosa candidez, que tenía que andar con mucho cuidado, porque entre sus paquetes de papel traía alguna cosa de legítima plata con unas piedras azules. Esta curiosa mezcolanza de vulgaridad -condición de Essex- y santa simplicidad divirtieron mucho al francés, hasta la estación de Stratford, donde el cura logró bajarse, quién sabe cómo, con todos sus paquetes a cuestas, aunque todavía tuvo que regresar por su sombrilla. Cuando le vio volver, Valentin, en un rapto de buena intención, le aconsejó que, en adelante, no le anduviera contando a todo el mundo lo del objeto de plata que traía

 • Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces

• Lo más increíble de los milagros está en que acontezcan. A veces se juntan las nubes del cielo para figurar el extraño contorno de un ojo humano; a veces, en el fondo de un paisaje equívoco, un árbol asume la elaborada figura de un signo de interrogación. Yo mismo he visto estas cosas hace pocos días. Nelson muere en el instante de la victoria, y un hombre llamado Williams da la casualidad de que asesina un día a otro llamado Williamson; ¡una especie de infanticidio! En suma, la vida posee cierto elemento de coincidencia fantástica, que la gente acostumbrada a contar sólo con lo prosaico nunca percibe. Como lo expresa muy bien la paradoja de Poe, la prudencia debiera contar siempre con lo imprevisto.

 • Arístides Valentin era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y

• Arístides Valentin era profundamente francés, y la inteligencia francesa es, especial y únicamente, inteligencia. Valentin no era “máquina pensante” -insensata frase, hija del fatalismo y el materialismo modernos-. La máquina solamente es máquina, por cuanto no puede pensar. Pero él era un hombre pensante y, al mismo tiempo, un hombre claro. Todos sus éxitos, tan admirables que parecían cosa de magia, se debían a la lógica, a esa ideación francesa clara y llena de buen sentido. Los franceses electrizan al mundo, no lanzando una paradoja, sino realizando una evidencia. Y la realizan al extremo que puede verse por la Revolución francesa. pero, por lo mismo que Valentin entendía el uso de la razón, palpaba sus limitaciones.

Hasan Al-Sabbah (1050 – 1124)

Hasan Al-Sabbah (1050 – 1124)

Ernest Hemingway (1899 – 1961)

Ernest Hemingway (1899 – 1961)

“Los asesinos” • • • — ¿Qué les sirvo? —preguntó George. — No sé

“Los asesinos” • • • — ¿Qué les sirvo? —preguntó George. — No sé —contestó uno de ellos—. ¿Qué quieres comer, Al? — No sé —dijo Al—. No sé lo que quiero comer. Afuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres, sentados ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Cuando entraron, estaba hablando con George. — Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas —dijo el primer hombre. — Eso no está listo todavía. — ¿Y para qué demonios lo pone en la lista? — Ese es el menú de la comida que empieza a servirse a las seis —explicó George. — En ese reloj son las cinco y veinte —dijo el segundo hombre. — Está adelantado veinte minutos. — ¡Al diablo con el reloj! —dijo el primero—. ¿Qué tiene para comer? — Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, carne. . .

 • • • — Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y

• • • — Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y puré de patatas. — Eso también pertenece a la comida. — Todo lo queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar tiene usted! — Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado. . . — Deme jamón con huevos —dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero redondo y abrigo negro, cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados. — A mí, huevos con tocino —ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban abrigos demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia delante, con los codos sobre el mostrador. — ¿Tiene algo para beber? —preguntó Al. — Silver Beer, Bevo, ginger—ale. . . — ¡He dicho algo para beber! — Sólo hay eso que dije. — Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? —dijo el otro—. ¿Cómo se llama? Las dos primeras son marcas de cerveza de baja graduación alcohólica y la última es una bebida solidificada de jengibre

 • • • (…) Nick abrió la puerta y entró en la habitación.

• • • (…) Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama, vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadones. No miró a Nick. — ¿Qué pasa? —preguntó. — Estaba en casa de Henry —dijo el muchacho—, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero, diciendo que habían ido a matarte a ti. Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada. — Nos metieron en la cocina —continuó Nick—. Querían acribillarte cuando entraras en el comedor. Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada. — George creyó que era mejor que viniera a decírtelo. — No puedo hacer nada —dijo Ole Andreson. — Te diré cómo eran. — No quiero saberlo —declaró Ole. Miró a la pared—. Gracias por haber venido a decírmelo. — Está bien.

 • • Nick miró al hombre que estaba en la cama. — ¿Quieres

• • Nick miró al hombre que estaba en la cama. — ¿Quieres que vaya a ver a la policía? — No —dijo Andreson—. No vale la pena. . . — ¿Puedo hacer algo? — No. No hay nada que hacer. — Tal vez no sea más que una fanfarronada. — No. No es una fanfarronada. Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.

 • (…) Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador. • —

• (…) Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador. • — ¿Qué habrá hecho? • — Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso. • — Me voy a ir de este pueblo —declaró Nick. • — Sí; harás bien. • — No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible! • — Bueno —dijo George—. Mejor es no pensar en eso.

Jorge Luis Borges (1899 – 1986)

Jorge Luis Borges (1899 – 1986)

LA ESPERA • Villari • “Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a

LA ESPERA • Villari • “Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, lo tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos…

 • Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida

• Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora? • En esa magia estaba cuando lo borró la descarga”.

Adolfo Pérez Zelaschi (1920 – 2005)

Adolfo Pérez Zelaschi (1920 – 2005)

 • Manolo. Manuel Cerdeiro • Hnos. Riquelme

• Manolo. Manuel Cerdeiro • Hnos. Riquelme

“Las señales” • Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes

“Las señales” • Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola) pero atentísimo a las próximas señales del estrago. • El hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.

- ¿Desean los señores? - Pasá el fajo y no grités, gallego. Y ya

- ¿Desean los señores? - Pasá el fajo y no grités, gallego. Y ya no vio sino la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba. Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró un par de segundos mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel. • - Apurate, gallego, o te liquido -dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó la cara con el canto de la mano, en un golpe cruel, duro e injusto. • Llorando -recordaba que lloró, pero no si fue de rabia o de miedo, o las dos cosas juntas-, abrió Manolo Cerdeiro el cajón. Allí estaba el dinero, un fajo de sólo veintitrés mil pesos y también, saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora, como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño corto, que le vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado. • •

 • Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía

• Hasta allí, los hechos memorables. Luego todo se confundía turbulentamente, se superponía en un lapso que debió de ser de segundos, y en el cual, llevado por el dolor de aquel golpe injusto, por un rencor instantáneo y feroz, por el pánico, por todo eso, se halló de pronto disparando su revólver sobre los dos hombres, dos veces, tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose tras el mostrador porque también le tiraban mientras se retiraban lentos y precisos hacia la puerta con las cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo sin ver, ciego, en tanto algunas botellas caían deshechas, regándolo de anís, cegándolo de coñac. Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, patadas en el suelo, mientras él, enajenado por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente contra cualquier cosa su revólver ya sin proyectiles. El mostrador subió como un telón invertido, de abajo hacia arriba, borrándole todo mientras él caía derribado por una bala, sin tomar conciencia de que caía, ni por qué. Por tanto, advirtió de pronto que su boca daba contra el suelo, que olía, olfateándolo, el seco olor del polvo acumulado en las tablas no barridas, que no podía levantarse. Vio que la sangre le corría por la camisa, no sabía desde dónde, un dolor agudo le barrenó el hombro y volvió a caer, entonces sí, sin sentido.

 • (…) Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un

• (…) Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes intentaron robarle. Un modesto golpe de mano, en un bar huero y a un hombre solo, desprevenido, desarmado y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque proporcional al escaso riesgo. Pero, imprevisiblemente, la víctima resistió (por avaricia, por aturdimiento, por estupidez, dijeron todos; nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras el otro huía. Nada, como se ve, más allá de un episodio cualquiera de la crónica policial. Nada más. . . , si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme. • Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como a un cadáver, con lastimosa piedad, tanto que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya hedía a la muerte que le asignaban. • - Lástima que era Riquelme -decían. • El sonreía, crispado: • - Sí. . . sí. Fatalidad. Pero no quiero hablar de ello.

 • (…) Eran las once de una noche de lunes, dura, helada y

• (…) Eran las once de una noche de lunes, dura, helada y lluviosa. Los últimos parroquianos -tres invariables billaristas- se habían marchado y él pensaba cerrar en seguida porque nadie vendría ya, e irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de calvario (“Ahoramevanamatar”) que hacía dos veces al día con todo su ser puesto en cualquier señal que pudiera darse. Entró en la trastienda, que era un patiecito entoldado, tapiado por cajones vacíos de Coca. Cola y de cerveza, y comenzó a apartar los de marca Tres Cometas, cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando la señal vibró. Sí: no fue el abrirse de la puerta, ni los pocos pasos que siguieron los que le hicieron estremecer, sino la alarma que resonó en el segundo juego de sentidos que le había crecido durante la espera: “Ahoramevanamatar”.

 • • • (…) Y detrás de la caja Manuel Cerdeiro, ya entregado

• • • (…) Y detrás de la caja Manuel Cerdeiro, ya entregado sin fuerzas a su miserable suerte, ya agachado como un buey que espera la maza del carnicero, ya sin siquiera enumerar los indicios de la noche, porque ninguno le importaba ahora salvo el último (“Ahoramevanamatar. . . , ahoramevanamatar. . . ”) De pronto -el reloj, inatendido, marcaba la una- se dio la verdadera señal: un automóvil negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su brillante capota húmeda que deflectaba turbiamente la luz de los focos) se detuvo un instante, hubo un doble golpe de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, negros, iguales, que abrieron por fin (la por-fin-muerte, el final de la espera) sin violencia, pero con fuerza inapelable, la puerta del bar. Ya en el primer paso que dieron dentro tenían las pistolas en las manos. El primer tiro pasó a diez centímetros del gallego, el otro le dio en el hombro, en el mismo hombro antes herido y lo derribó detrás del mostrador, como la otra vez, y luego ya no supo qué ocurría del otro lado, pero oía los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito, el gemido de Adelquí Martinelli: “¡No me maten!” Un hombre vino atropelladamente con eses y quebradas de tango a caer de este lado del mostrador, y su sombrero con gotas de lluvia rodó hasta la misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olió estúpidamente (un olor de violenta agua florida), mientras el dolor le desgarraba el hombro, como la otra vez, y advirtió que el sombrero, que el hombre, que el desconocido últimamente llegado, que el hombre del tango, estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en hilera, uno, dos, tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez cuatro, seis, diez, doce esquirlas de madera, agujereaban el mostrador también tiradas desde la calle -dos, tres, dos, tres-, y todo quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa, potente, gritó:

 • • • - ¡Paren! ¡Bazán habla! Entraron varios hombres: - Levantate, gallego.

• • • - ¡Paren! ¡Bazán habla! Entraron varios hombres: - Levantate, gallego. Ya pasó. En seguida te vamos a curar. Lo sentó en una silla como a un muñeco. , Era el hombre del chambergo. - Soy el comisario Gregorio Bazán, y quise esperarlos aquí a esos hijos de puta. Perdoname, viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas es mejor no abrir la boca. Yo sabía por una alcahueteada que vendrían esta noche. Por eso los esperé. Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los yertos Riquelme. - Mucho tiempo esperé este día. Ya cayeron los tres, pero eso no me devuelve vivo a mi hermano. El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil. Detrás, en la calle, ya se oían gritos, la sirena de una ambulancia, la alarma de la gente que acudía. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos, y, en una silla, llorando y sentado, un pobre gallego que asistía a su propia resurrección.

Eduardo Goligorsky(1931 - )

Eduardo Goligorsky(1931 - )

“Orden jerárquico” • Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la

“Orden jerárquico” • Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz amarillenta de un farol. • El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.

 • Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo

• Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles multicolores prometían un espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las coristas. El también debió sumergirse, por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excitación. Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada, impregnaba el aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.

 • El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres

• El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una pieza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajosos, mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Util en su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la orden del día.

 • (…) Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal,

• (…) Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos contrato” significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira telescópica Leupold M 8 -100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusiasmo por el orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.

 • Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el

• Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio. Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había condenado irremisiblemente. La orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. El, el Doctor, era, en última instancia, otro de ellos. • A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York. El membrete era el de la firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El código para descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.

 • El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del

• El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de escombros.

Rodolfo Santullo (1979 - )

Rodolfo Santullo (1979 - )

Rodolfo Santullo (1979 - ) • Rodolfo Santullo es periodista, escritor, guionista y editor

Rodolfo Santullo (1979 - ) • Rodolfo Santullo es periodista, escritor, guionista y editor de historietas responsable de Grupo Belerofonte, con el que lleva editados sesenta y cinco títulos. Ha publicado el libro de cuentos Perro come perro, las novelas Cementerio Norte, Sobres papel manila, El último adiós y Matufia, así como las novelas gráficas Los últimos días del Graf Spee, Acto de guerra, Dengue, Cena con amigos, Valizas, La comunidad, El club de los ilustres, Zitarrosa, 40 Cajones, Señor Invierno, Merlín, Etchenike, Far South, Malandras y Misterios de cuarto cerrado, entre otras. Como periodista, ha colaborado en medios como Postdata, La República, Brecha, Freeway y la diaria. Actualmente, colabora con la separata Cromo de El Observador, tiene una columna de libros en la revista Socio Espectacular y es colaborador de la web Blisstopic.